lunes, 23 de mayo de 2011

LA PROCESIÓN DE LAS DÁDIVAS, LAOS


El tañer severo de una campana, casi tan grave como el sonido de un tambor, despereza la madrugada en Luang Prabang, la antigua capital de Laos, aún arropada en el vaho adormecedor de una espesa neblina. A las 5:30 este sencillo pero solemne llamado anuncia la Procesión de las Dádivas, una costumbre ejecutada por monjes budistas, otrora común en varias partes de Asia y hoy sólo presente en el aislado Laos.


Me aproximo a la calle principal y veo los preparativos de esta ceremonia diaria: la gente acondiciona matas en el piso y algunas mujeres ofrecen en venta las dádivas que se han de ofrecer a los monjes. Bocados de arroz envueltos en hojas de plátano y atados con corteza subrayan el carácter vegetariano de la dieta de los religiosos.


A las 6 de la mañana ya la selva que rodea al río Mekong ejercita su mejor concierto matutino, como preludio a una larga procesión de monjes descalzos, de cabezas rapadas y vistosas túnicas naranjas y ocres, cuya ligera diferencia tonal parece implicar alguna jerarquía o rango.


Durante media hora se suceden los monjes, muchos de ellos niños, casi con el mismo paso, para recibir inexpresivamente las ofrendas de los habitantes y de algunos turistas entusiastas que nos animamos a participar.





Frente a ellos, un grupo de paparazzi intentan(mos) captar la mejor vista de este singular y colorido evento, y presentan una disyuntiva. No se puede negar que el turismo le sustrae el encanto y solemnidad que esta ceremonia religiosa debería tener, pero por otro lado es el turismo el que contribuye directamente a mejorar la economía de muchas familias que preparan las dádivas y en general el progreso de esta encantadora ciudad, así como la dieta de los propios monjes.



Tras voltear la esquina, un grupo de niños se apresta a recibir algo de aquellas dádivas de manos de los monjes, completándose el ciclo de la compasión. Buda debe estar sonriendo.

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