Me aproximo a la calle principal y veo los preparativos de esta ceremonia diaria: la gente acondiciona matas en el piso y algunas mujeres ofrecen en venta las dádivas que se han de ofrecer a los monjes. Bocados de arroz envueltos en hojas de plátano y atados con corteza subrayan el carácter vegetariano de la dieta de los religiosos.
A las 6 de la mañana ya la selva que rodea al río Mekong ejercita su mejor concierto matutino, como preludio a una larga procesión de monjes descalzos, de cabezas rapadas y vistosas túnicas naranjas y ocres, cuya ligera diferencia tonal parece implicar alguna jerarquía o rango.
Durante media hora se suceden los monjes, muchos de ellos niños, casi con el mismo paso, para recibir inexpresivamente las ofrendas de los habitantes y de algunos turistas entusiastas que nos animamos a participar.
Frente a ellos, un grupo de paparazzi intentan(mos) captar la mejor vista de este singular y colorido evento, y presentan una disyuntiva. No se puede negar que el turismo le sustrae el encanto y solemnidad que esta ceremonia religiosa debería tener, pero por otro lado es el turismo el que contribuye directamente a mejorar la economía de muchas familias que preparan las dádivas y en general el progreso de esta encantadora ciudad, así como la dieta de los propios monjes.
Tras voltear la esquina, un grupo de niños se apresta a recibir algo de aquellas dádivas de manos de los monjes, completándose el ciclo de la compasión. Buda debe estar sonriendo.
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