La cocina peruana es reconocida por su rica variedad en la combinación de ingredientes: res, pato, gallina, pollo, cerdo, cabrito, pescados y mariscos se combinan con vegetales para crear platos de diversos sabores (el pavo se consume mayormente en Navidad). Tal vez el plato más exótico de mi tierra para paladares foráneos sea el cuy chactado, o conejillo de indias, frito y servido con cabeza y todo. De forma similar, a lo largo de estos años, me he aventurado a someter a mi paladar (y a mi pobre estómago) a múltiples experimentos insólitos, algunos de los cuales procedo a comentar.
La primera comida exótica de la que tengo memoria fue el salmón, en las meridionales costas chilenas de Puerto Montt, donde sorprendentemente este delicioso pescado rosado era más barato que el pollo. Unos días después probaría ciervo por primera vez, en un inolvidable almuerzo con mi padre en un pintoresco restaurante de la bella ciudad argentina de Bariloche.
Algunos años después, en Arequipa, Perú, probaría avestruz, cuya carne roja no parece ser de un ave. Luego, en el Cañón del Colca, degusté alpaca, una carne un poco amarga pero nutritiva, ya que es la que menos colesterol posee.
Más colesterol pero más sabor tiene la carne de búfalo, muy popular en Atlanta y en general en el sur de EE.UU.
En México, me llamó la atención el mole, una salsa de chocolate amargo y algo picante con la que los mexicanos revisten sus comidas.
En un pequeño restaurante en Lisboa probé por primera vez jabalí y entendí porqué le gustaba tanto a Obelix. Exquisito.... y con un vino Oporto, mejor.
En Francia me encantaron los caracoles o escargots, y recordé alguna vez que mi mamá los preparó primorosamente en casa con paciencia, para sorpresa de sus invitados y frustración de los niños que no pudimos probarlos. Hablando de moluscos, fue un amigo francés quien, en un pueblito en Inglaterra, me invitó ostras, las cuales sorbimos crudas, al mejor estilo galo. Las ostras fueron sazonadas sólo con las críticas de mi amigo francés al mal gusto que tienen los ingleses para la comida.
No podía pasar por Australia sin degustar canguro, cuya carne es muy sabrosa y tierna.
Pero es en Asia donde he sometido a mi gusto a los sabores más extraños. En Japón he probado toda clase de hongos, raíces de bambú, hierbas y vegetales que no puedo identificar. Fue bastante extraño paladear helados con sabor a rosa o a lavanda, aunque no tan extraño como el sushi de carne de caballo.
La rana frita estuvo buenísima, y su carne sabe como el pollo.
En algún cumpleaños una amiga me invitó fugu, un pescado muy apreciado por los japoneses, y que si no es preparado con cuidado, el comensal puede morir en el intento.
Sin embargo, la carne de ballena es mucho más apreciada. Después de la guerra, los japoneses dependieron mucho de la carne de ballena para sobrevivir. Hoy en día, y dada la presión internacional para que Japón abandone la caza de cetáceos, la carne de ballena es carísima y sólo se vende en algunos lugares. Pero dado que este es el único país donde podía comerla, la probé en dos variedades: en jamón y apanada. Lo siento WWF, no volverá a pasar. ¿Sabrosa? Sí, pero un poco dura y oscura.
En India, tuve la ocasión de beber leche de vaca sagrada. No tiene nada de especial, excepto que me mandó al baño a los 10 minutos. Probablemente estaba siendo “purificado”.
En Pekín, una buena amiga me invitó aleta de tiburón, un manjar para los chinos. Ciertamente sabía bien.
No puedo decir lo mismo del balut, un bocadillo filipino consistente en un huevo de pato que tiene más de 20 días. Por tanto, y a pesar de que me lo hicieron comer en la oscuridad para evitarme la impresión, pude sentir la plumas y garras del patito atravesando mi garganta. Eso junto con el durian (una fruta apestosa), y el buko (jugo fermentado de coco que se extrae directamente de la fruta) fueron retos gustativos en Filipinas.
Pero la prueba más grande fue en Corea del Sur, donde probé unos escarabajos fritos. Dicho sea de paso, son muy populares entre los coreanos. A mí me supieron a galletas rancias.
ACTUALIZACIÓN
A pesar de lo que podría pensarse, la carne de perro no sabe mal. El olor es un poco intenso, pero la contextura es suave, tierna, y según decían mis amigos coreanos, es buena para la salud. A pesar de que me supo mejor de lo que había imaginado, no podría decir que la carne de perro está entre mis favoritas. Por tanto, el odioso pekinés de mi vecina puede respirar tranquilo.
Mejor me supo la carne de caballo, muy popular en Kumamoto, al sur de Japón. Puede disfrutarse tanto cruda, en sashimi, como frita. Se dice que su sabor se debe a que los caballos consumen las hierbas que crecen en las cenicientas laderas del volcán Aso, la caldera más grande del mundo.
La carne de oso, que probé en Estonia, es oscura, como lo son el cielo, la tierra y el pan en ese país. Es un sabor intenso, un poco amargo, pero lo interesante, tal vez más por el hecho de que fue servido en un "restaurante medieval" acompañado de cerveza a la miel. Mi profesor japonés decía "un oso se comió a mi abuelo, entonces ahora me comeré a un oso". Francamente espero que no haya sido el mismo oso.
Nunca habría imaginado, al ver la imagen de Santa Claus (Papa Noel, San Nicolás, el Viejito Pascuero, etc.) en su trineo jalado por un grupo de renos, que la carne de estos cérvidos sea tan deliciosa. Muy popular en Helsinki, Finlandia, la carne de reno es traída del norte del país y servida en exquisita salsa. Son aquí también populares los licores y postres hechos con frutas del ártico.
Y Ud. amigo lector, ¿qué es lo más exótico que ha probado?
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